jueves, 28 de julio de 2011

Serie B veraniega


Uno de los guilty pleasures veraniegos es ponerse a hacer zapping después de cenar y encontrarse con algún producto mamporrero de serie B o Z que llevarse al coleto. A veces uno se encuentra con buenas películas, como ayer, que pasaban Los vikingos (como la 2 no tiene anuncios no pude prepararme un whisky, que es parte de la gracia), pero esa la dejo para otra entrada.

El otro día pusieron La isla, que era la historia de la expulsión del paraíso contada al revés, la pareja adánica se escapa y dios padre manda al ángel exterminador para cargárselos. La incompetencia de Michael Bay era tal que conseguía que los más que apañados Ewan McGregor y Scarlet Johanson lucieran más sosos que el casting de una serie de Telecinco (aunque también es posible que salieran así porque en la distopía en que viven no hay inscripción de la diferencia sexual, y el deseo está prohibido; tal vez en la segunda parte, cuando descubren el sexo y la muerte, la cosa cambia, pero ya no tuve paciencia para aguantar delante de la tele).

La isla pertenece de lleno a ese género philipkadickiano que se ha impuesto en la ciencia-ficción contemporánea, y que hace de la paranoia y el estallido de la realidad todo un espectáculo. Aquí aparece el subgénero teológico del alma de los robots (en este caso clones), de la misma manera que antaño la teología se preguntaba (en serio) si las mujeres poseían alma (o esta era de la misma calidad que la de los varones), o a raíz del descubrimiento de América los eruditos cristianos se rompieron la cabeza antes de afirmar que en el plan divino los nuevas razas también entraban en el saco de los redimidos por la muerte de Cristo (que parece que en el siglo pasado surgieron algunas dudas acerca de si los posibles seres extraterrestres también pertenecían al grupo de los llamados a la salvación eterna, o esos necesitaban un tratamiento especial). Por supuesto, a quien no le guste la terminología religiosa la puede sustituir por la más laica del psicoanálisis, y preguntarse por las posibilidades de existencia de un inconsciente para los androides, como acertó a formular K. Dick en el título de su conocido cuento sobre andoides que sueñan con ovejas eléctricas (porque sólo donde hay inconsciente puede haber un trabajo del sueño).

Para quién no haya visto La isla, la cosa va de una fábrica de clones para archirequetemultimillonarios que necesiten un órgano en un momento dado. A los clones los mantienen en un búnker donde imperan unas leyes que parecen diseñadas por el ministerio de igualdad y de sanidad de Zapatero: hay controles médicos constantes que dictaminan lo que comes en cada momento, psicoterapeutas a porrilo para solucionar cualquier disfunción psicológica y estrictas reglas que separan a los sexos, por lo que no hay agresividad sexual de ningún tipo (y nadie echa un polvo tampoco, claro).

La explicación de por qué los clones están vivos y hay que tomarse la molestia de implantarles recuerdos y unas excusas demenciales para justificar su reclusión, en vez de dejarlos en estado vegetativo hasta que se les quita el hígado o un riñón, es verdaderamente brillante: resulta que los cuerpos de los pacientes "vivos" rechazaban los órganos demasiado "puros" de esos clones incontaminados, y que para que fueran aceptados había que "deteriorarlos" con un mínimo de vidilla; nada; un poquitín de angustia vital, un mínimo de deseo, un punto ínfimo de frustración. Una excusa genial, a la altura de aquella explicación que daban en Matrix de por qué el mundo que el superordenador creaba era tan caótico y estaba tan lleno de sufrimiento, y resultaba que en el primer universo virtual todos los deseos se cumplían, y no había rencillas de ningún tipo, y tuvieron que cambiar sobre la marcha rápidamente porque aquello era un desastre y la gente se suicidaba a mansalva.



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