Dos mínimos reproches me dirige mi mujer cuando vuelvo de la biblioteca: que para qué me saco esos tochazos que es imposible que me lea antes de que los tenga que devolver, y que para qué me traigo más libros, con los que hay en casa sin leer (si los libros me los compro los reproches suben un poco de nivel, no sólo por el gasto sino porque hay que buscar un sitio permanente).
Siempre le contesto que el placer de escoger un libro es diferente (e independiente) del que procura su lectura, y si tengo ganas (o si las tiene ella) me extiendo un rato acerca de las características compulsivas del deseo humano, y me invento referencias a los comentarios de Freud acerca de la pulsión repetitiva (esta segunda parte no suele ser necesaria porque a mi mujer le aburre).
El caso es que varias veces al mes me paso por las bibliotecas que frecuento, y me enfrento ese pequeño momento abisal en el que tengo que tomar una determinación y elegir los libros que me llevo, y, sobre todo, los que abandono. ya he contado alguna vez como a veces obligo a toda mi familia a acompañarme, y me saco diez libros de una tacada, lo que no significa gran cosa, porque la relación entre lo que me llevo y lo que dejo atrás sigue siendo prácticamente la que hay entre cualquier número natural y el infinito.
Esta mañana he aprovechado una pequeña escapada a Madrid (con ocasión de unas gestiones burocráticas y, sobre todo, una quedada con mi hermano para ir a ver Érase una vez en América a los Verdi) de mis vacaciones bucólicas en la Segovia rural para acercarme otra vez a la María Moliner (que es como llamamos en casa a la excelente biblioteca de nuestro barrio -porque es su nombre, claro-), y me he decidido por Edén, de Alejandro Rossi, que el otro día me entraron ganas de leer algo suyo a raíz de una entrada de Francis Black. Si bien él escribía de El cielo de Sotero, me sacado éste porque estaba en Lumen y no en Anagrama, y me gusta más la tipografía de aquella, que además edita con tapa dura. Tenía en mente buscar El fuego secreto de los filósofos, de Patrick Harpur, libro que me había recomendado Inka Martí en su famosa dedicatoria (famosa para los que lean este blog, claro), y del que también cuenta maravillas Pedro Aguilera, director de Naufragio, pero algún ser depravado se lo ha llevado y no lo ha devuelto en su plazo correspondiente, así que he optado por otro libro del mismo autor (y editorial), Realidad daimónica. Y para terminar me iba a llevar los Sonetos a Orfeo, de Rilke, pero no he encontrado ninguna edición bilingüe, una manía que tengo para los libros de poesía, aunque haya olvidado todo el (poco) alemán que alguna vez aprendí, y como poco antes me había paseado por el blog de Manuel Vilas he acabado sumando al pack Amor, la recopilación de la poesía de Vilas que hace unos meses editó Visor.
Y aquí termina este relato minucioso y épico de las vicisitudes de un ratón de biblioteca, para ilustración de como funcionan los mecanismos mentales de un adicto a los libros.
2 comentarios:
Creo que no hay nada tan maravilloso como el deseo de tener un libro determinado en un momento dado y correr a buscarlo donde sea, biblioteca o librería, para tenerlo "aquí y ahora". Posiblemente porque es un deseo relativamente fácil de satisfacer... Y efectivamente la satisfacción de escoger un libro es diferente a la de leerlo, son deseos distintos que se resuelven de diferente forma. En mi casa no existen reproches en ese sentido: yo acaparo libros y J. música y películas. Al final los dos nos quejamos de problemas de espacio
Estoy de acuerdo con Enrique en que el placer de descubrir un libro es diferente al de leerlo. Verlo en la estantería de repente, sin esperarlo sin saber que estaba allí, ojear las páginas, valorar la cubierta. Hace un par de días me llevé el alegrón de ver que Valdemar ha reeditado dos relatos de Alejandro Sawa, el último gran bohemio. Sus obras no habían vuelto a ver la luz desde finales del siglo XIX... Verlas en la librería fue simplemente emocionante.
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