jueves, 27 de mayo de 2010

In harm's way



A pesar del disuasorio metraje (164 minutos, según la ficha de la Filmoteca) me acerqué a ver In harm's way, película de Otto Preminger de la que no sabía nada, y como yo imagino que mucha gente, porque en la sala del Cine Doré éramos cuatro gatos.

La película empieza con un plano deslumbrante, una cámara que nos introduce en una fiesta de oficiales en una piscina, y termina con unos títulos de crédito sobreimpresos sobre unas agresivas imágenes de aguas marinas en plena turbulencia. La película se puede entender como el trayecto que lleva al agua plácida de la piscina inicial a la pulsión desatada que cierra el film, la narración del definitivo derrumbe de la figura patriarcal y falocrática en el cine de Hollywood, para lo que, curiosamente, Preminger elige el comienzo de la última guerra heroica y victoriosa que llevaron a cabo los EEUU, la del Pacífico contra los japoneses. In harm's way también es una obra maestra absoluta, un film tan fastuosamente inteligente y bien hecho que el espectador siente que le supera, que una primera visión sólo sirve para tomar contacto con su abrumadora grandeza, sin que, por otro lado, el director se dedique a hacer aspavientos visuales para señalar su brillantez (como a menudo le pasa a Welles o incluso a Hitchcock).

Hasta el casting es una muestra de genio, con John Wayne, el icono más representativo del cine clásico, acompañado de Kirk Douglas, estrella de la emergencia de las escrituras postclásicas. Preminger saca petróleo gracias al uso que hace de los arquetipos que ambos han solido encarnar en la pantalla, acompañados de la gran Patricia Neal, defenestrada para la industria tras su sonado romance con Gary Cooper en la extraordinaria The fountainhead.

En el centro de la primera secuencia, la de la fiesta de oficiales de marina (y por tanto representantes de cierto orden aristocrático y encarnación de la Ley), el director coloca el "cuerpo" del escándalo, la mujer de uno de ellos que hace gala de un comportamiento provocativo, haciendo pública su demanda de satisfacción sexual, demanda que en seguida descubriremos "ilegítima" puesto que a continuación sabremos que su marido está de maniobras en otra parte. En esa quiebra de la autoridad masculina sitúa Preminger la emergencia del peligro japonés, manifestado en seguida en el ataque de Pearl Harbour, peligro casi siempre mantenido fuera de campo y que sirve de metáfora de la crisis de autoridad que en el campo de la ley sufría EEUU en la época del film, a mediados de los 60, con Kennedy asesinado y el país enfangado en Vietnam.


Y es ahí donde emerge, como posible cortafuegos (a la desintegración del discurso cinematográfico o del orden social), la imago de John Wayne. Uno de las muchos puntos apasionantes que se juegan en el film se refieren a la posibilidad de que su personaje lleve a buen fin el proceso de transmisión simbólica con su hijo, al que dejó atrás muchos años antes a cargo de su madre, y al que reencuentra con ocasión del estallido de la guerra. No es la única relación paterno-filial de la película, porque en esta obra de prodigiosa y sutilísima estructura los elementos narrativos suelen estar repetidos y/o doblados, con pequeñas variaciones que hacen avanzar la historia, y así el personaje de Patricia Neal también tiene a su cargo una jovencísima colega a la que dirige en sus primeros pasos por la vida, y que acaba de novia del hijo de John Wayne, como espejo "virginal" de la pareja que acaban formando los dos actores maduros (sin que la edad impida que Preminger dote de alto voltaje erótico a las secuencias íntimas, si bien al director se le dan bien todo tipo de escenas, lo mismo si tiene que meter en un plano a un personaje que a cinco que a una multitud, y tan descomunalmente solvente se muestra rodando los rituales cotidianos como los entresijos del poder o la violencia de la pulsión).

No voy a contar el destino que les corresponde a los dos "hijos" del film porque sería chafar algún giro argumental clave para quien no lo haya visto, pero sí adelanto que ejemplifica esas tensiones que aparecen en el cine norteamericano a mediados de los 50 con respecto a su tradición clásica y que aquí se manifiestan, como en muchas otras partes, por el cuestionamiento de la eficacia simbólica del padre, el héroe o el destinador simbólico, como se le quiera llamar.



Como lógico efecto de estas fallas en el orden social, en la peli acaba emergiendo un contrapoder siniestro y potencialmente arrasador, un acorazado japonés indestructible que tiene la curiosa característica de ser a la vez una especie de falo negro y de madre omnipotente. Su aparición en el último cuarto de film permite asistir a un fascinante final en el que Preminger tiene que hacer cabriolas para aunar las (aquí) contradictorias líneas de la verdad narrativa y de la verosimilitud histórica.


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