miércoles, 5 de mayo de 2010

Ser y tiempo



A medio camino entre la Shangri-la de Horizontes perdidos y el Village de Shyamalan, Brigadoon demuestra la persistencia en el imaginario occidental de una visión paradisíaca de las comunidades preindustriales, si bien el film de Minnelli traza una mirada tan explícitamente kitsch y artificiosa del poblado escocés (a cuyo lado la Irlanada de El hombre tranquilo parece filmada por Ken Loach) que abandona cualquier pretensión de verosimilitud.

Si el fantasma de una comunidad sabiamente patriarcal, sin tensiones de clase, parece el marco ideal para una fantasía romántica de este tipo (si bien ya sabemos que los intentos en lo real político de instaurar ese tipo de sociedades orgánicas y jerárquicamente instituidas fueron uno de los desastres que jalonaron el sigloXX), Brigadoon también se hace cargo del carácter imaginario de la imago del deseo, razón por la que los hombres suelen preferir mujeres fascinantementes inalcanzables antes que sus compañeras de bloque, siempre a cuestas con sus demandas prácticas.



En cualquier caso, si Fiona (Cyd Charisse; el único pero que se le puede poner a Brigadoon es que, por verosimilitud de vestuario, va siempre con faldas largas y no luce sus soberbias piernas) es esa Dama que colma las ansias de Gene Kelly, también ella tiene algo que decir en el campo del deseo, que apunta a ese tema recurrente de la mujer que se entrega al extranjero, aquel que aparece aureolado con el prestigo de lo exótico y viene a airear el ambiente potencialmente incestuoso de las sociedades empeñadas a repetirse indefinidamente a sí mismas.

Brigadoon tiene la historia más hermosa del mundo, el amor imposible entre personas que pertenecen a órdenes ónticos incompatibles. Heredera de los cuentos maravillosos en los que seres que habitan en la beatitud inmemorial de la repetición (ondinas, hadas, princesas del mar) se encarnan por amor y acaban conociendo el sufrimiento, el sacrificio que se le exige a Gene Kelly para estar a la altura de su compromiso es una metáfora del salto ontológico que exige el amor, un viaje a la subjetividad del otro potencialmente sublime pero donde no hay garantías de no caer en el desastre

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