Javier Marías me cae bien porque hace años, cuando todavía no era el superventas en que se convirtió con Corazón tan blanco pero ya era un escritor con cierto reconocimiento, mi hermana le escribió un par de cartas y él tuvo el elegante detalle de contestarle con unas postales. Además, me gustan las cálidas y combativas páginas que ha escrito acerca de su padre (Julián Marías), y aunque sus novelas no me llaman especialmente la atención, suelo leer el artículo que escribe en el País Semanal. Hace unos años puso en marcha una pequeña editorial con el nombre de Reino de Redonda, monarquía (casi) ficticia con una historia tan deslumbrante como divertida, y en la que Marías es el actual monarca, aunque algún que otro personaje le discute el título. Como en su página web se puede ver hasta el elegantísimo pasaporte que ese reino posee, me ahorro la historia; sólo decir que una de las obligaciones de los regentes es velar por la posteridad literaria de los predecesores, lo que probablemente fue el germen de la idea de esta empresa editorial. En ella el novelista ha recuperado algunas de las traducciones que acometió en sus inicios literarios (tiene páginas muy inteligentes acerca de las bondades de la traducción como taller literario para aspirantes a escritor) y ha publicado un par de libros de M.P.Shiel, uno de los anteriores monarcas.
Y el otro día, en la biblioteca de mi barrio, me dio por buscar algún libro del reino de Redonda, y me saqué Ehrengard, el último cuento que escribió Isak Dinesen, según cuenta Marías en la introducción (que en extraño alarde publica también en inglés). No había leído nada de la danesa, al parecer cuentista consumada. Ehrengard es una especie de cuento de cuentos, un resumen de toda la historia de la narrativa breve, en el que cabe desde la tradición popular del relato maravilloso (una pareja de reyes que no tiene descendencia hasta que un heredero les nace cuando habían perdido la esperanza, aunque un destino aciago, o al menos inquietante, se cierne sobre él) hasta modulaciones de tono postmoderno, como ese final que cae abruptamente de lo sublime a lo cotidiano. Por medio nos tropezamos con una historia de esteticismo fin de siécle en la que el principal destinador del relato se empeña en la tarea imposible de acometer una seducción casta y eterna a la vez, una posesión platónica pero a la vez definitiva. Las cosas no salen exactamente así, pero tampoco de manera muy diferente, digamos que la Dinesen dibuja un espacio en el que se mueve la ironía sin que el cuento pierda encanto, y es que, a pesar de la pesadota descripción que doy, en realidad Ehrengard es una narración transparente, cuya sabiduría parece desplegada para consumo exclusivo de la propia autora.
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