miércoles, 1 de octubre de 2008

Los temblores de Nothomb

Tal vez lo más inverosímil de San Sebastián haya sido que no hemos conseguido leer ni una línea de literatura, nosotros lectores compulsivos. Yo me llevé las memorias de Gore Vidal, que he abandonado, y entre que recuperaba el ritmo lector a la vuelta con el Herzog de Bellow Susana me pasó Estupor y temblores, de Amélie Nothomb, escritora belga de la que no sabía nada, y a la que Mercedes le tiene una antipatía sin causas aparentes. Pensaba yo que el título era una referencia al Temor y temblor kierkegardiano; pero no, resulta que la Nothomb vivió y trabajó en Japón bastante tiempo, y la novela es un ajuste de cuentas vía ironía con el demencial y atroz sentido de la jerarquía que regula las relaciones sociales y laborales en aquel país (nos enteramos de que estupor y temblores eran los elementos adecuados para acercarse al emperador japonés).
El libro pertenece al género un occidental en Oriente, y si se lee bien es porque se estructura como un relato de iniciación en que la prota baja a los infiernos, donde se topa con todo tipo de deidades infernales. sin que el todopoderoso (y bondadoso) Dios Padre (o sea, el jefe de la multinacional en la que entra a trabajar, el presidente Haneda) pueda hacer nada para impedir las humillaciones a que es sometida. Este infierno (o multinacional) está poblada por hombres, pero destaca por su capacidad perversa para infligir dolor Fubuki, la superiora inmediata de Amélie, por la que ésta siente una fascinación sin límites y un amor sin correspondencia. A ratos la novela se lee como una venganza privada en la que se describen los elementos más humillantes para esta diosa inaccesible (básicamente, que permanece soltera a sus 29 años, humillante condición que la hace ponerse en evidencia ante cualquier varón soltero de similar status social).
Más que a Kafka, la empresa Yumimoto recuerda al Instituto Benjamenta de Walser, allí donde la educación estaba pensada para la aniquilación del alma individual, y donde las más extrañas (y sublimes) epifanías podían surgir de la destrucción del espíritu.

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