Una historia de violencia comienza con una sucesión de secuencias que pertenecen a géneros codificados del cine norteamericano, como el cine de instituto (el adolescente sensible que sufre el bullyng del macarra demoníaco de la clase), el de psicópatas (el asesinato gratuito e intrascendente de los empleados de un kotel) o la comedia sentimental (el matrimonio que todavía mantiene vivo el deseo en su relación tras unos cuantos años de relación, si bien con actores tan atractivos como Vigo Mortensen o Maria Bello la cosa es comprensible). Las escenas avanzan de manera previsible hacia una conclusión gratificante para el espectador, sin que Croneneberg apunte ninguna figura sarcástica o distanciadora como guiño para el gourmet cinéfilo resabiado (tal vez la razón por la que me he encontrado con varios cronenberianos que se muestran un tanto displicentes con las dos últimas películas del director canadiense).
Así, el adolescente acosado pone en su lugar a los acosadores, el matrimonio tiene su momento romántico una tarde en que coloca a sus hijos en casas ajenas, y los psicópatas llegan a la idílica población rural para amenazar la felicidad familiar. El director subvierte la placidez de la mirada del espectador de una manera sencilla y eficaz: simplemente, lleva hasta el extremo la lógica implíctra en las secuencias: el chico humillado propina una paliza tan brutal a sus oponentes que la incipiente satisfacción narcisista del espectador se hiela en el horror, el momento romántico deviene una escena sexual tensamente explícita, al respetable padre de familia se transforma en un eficaz killer que convierte a los despiadados asesinos en un par de panolis que le duran un suspiro.
Una historia de violencia pasa así de Perros de paja a Retorno al pasado, con la emergencia a la superficie del pasado violento del ejemplar ciudadano, aunque aquí no hay muerte redentora que limpie la culpa del pasado; más bien se diría que esa figura asesina es, en realidad, la figura fantasmática que fascina a la familia, el deseo oculto de la mujer y del hijo. Entre ese padre imaginario que recita sermones inútiles para hacer frente a las pulsiones vitales y ese psicokiller que arrasa todo lo que se le pone por delante no hay nada, ninguna figura paterna que sea capaz de donar una palabra a su hijo, por lo que la secuencia final se cierra sin palabras, tras la vuelta al hogar del padre de familia, sin que importe si vuelve de una aburrida jornada laboral o de volarle a la cabeza a todos los sicarios de Pensilvania.
2 comentarios:
¿Eso hacias el 1 de mayo? ¿Ir al cine?
El i de mayo, en realidad, me fui al teatro, pero por la mañana participé en varias actividades revolucionarias de autogestión.
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