sábado, 15 de noviembre de 2008

Las ametralladoras se burlan de los poemas y de los cuadros





Tenía preparado un sábado dedicado a mi hijo pequeño, con sesión cinematográfica (Wall-e en v.o. para que se vaya iniciando), una pizza de nivel y un viaje en AVE a Segovia, pero después del partido de fútbol sala matutino (perdieron 2-1 tras final de infarto) se descolgó con que le dolía mucho el talón y no estaba dispuesto a danzar por todo Madrid lesionado, que parece ya una de las caprichosas estrellas que se arrastra por los campos de primera división, o como se llame este año la liga.

Así que hubo cambio de planes y por la tarde me acerqué al Reina Sofía, aprovechando que es gratis, y me metí en la primera exposición que encontré, la dedicada a Carl Einstein, que hasta ese momento no me sonaba de nada, pero que por lo que se dice allí fue la pera limonera y poco menos que el que alumbró todas las vanguardias de principios del siglo XX. Escribió un libro, El arte del siglo XX, clave en la historia de la historia del arte, y acabó suicidándose cuando tuvo que elegir entre las tropas alemanas y la España franquista, casi como Benjamín.

Una de las muchas virtudes de esta didáctica exposición es asistir a una trayectoria intelectual que de tan ilustradora de lo que fue la primera mitad del siglo XX parece inventada: ilusionado con las fantasías redentoras que toda Europa se empeñó en buscar en la Primera Guerra Mundial, el encuentro con la brutalidad alienante de la guerra industrial le empujó a la radicalización política y estética. El fracaso de las políticas emancipadoras revolucionarias en Alemania le llevó a buscarse la vida en el París de entreguerras, donde se hizo colega de los pintores del momento (que con la vida social que llevaban no se entiende como pintaron tantas cosas), para acabar llegando a la conclusión de que el arte no podía nada frente a la ascensión de los fascismos (de ahí la frase de la entrada), con lo que se vino a España a combatir en la columna Durruti, estuvo en un campo de refugiados y se tiró a un río cuando los alemanes decidieron merendarse toda Francia.

Buena parte de los cuadros que se pueden ver pertenecen a la colección del Reina Sofía, pero así colocados adquieren un brillo nuevo, y más recogidos uno disfruta de las bondades de algún Juan Gris y de un par de Leger que en entornos más amplios uno puede dar por sabidos, y recuerda que Joan Miró es, probablemente, el pintor más feliz del siglo pasado. Una proyección nos ofrece imágenes del multitudinario entierro de Durruti, pero lo que hace absolutamente obligatoria y memorable la exposición es la sala dedicada a la escultura africana, cuya importancia Einstein avanzó, y a la que dedicó un libro (que está traducido y a la venta en la librería del Museo). Supongo que las obras están escogidas y son el top del género, porque son impresionantes, y uno por fin entiende lo que siempre había leído acerca de la impresión que causaron en Picasso y otros artistas.

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