domingo, 9 de noviembre de 2008

Quemar después de leer



La última película de los Coen deja un extraño sabor de boca: está bien (incluso muy bien), pero resulta insuficiente. Es un mecanismo muy bien ajustado en todas sus partes, pero durante toda la proyección tuve la sensación de que estaba por debajo de sus posibilidades: vamos, que los directores iban sobrados con este material, incluso (o sobre todo) a nivel de producción: Quemar antes de leer es una superproducción indie, y no sólo es el cartel que presenta. Es que cuando salen interiores como gimnasios, restaurantes o cines, o exteriores como el parque todo está a rebosar de figuración. Total, que por una vez tenemos un film al que le sobran pasta y oficio, así que tampoco es cuestión de quejarse.

El referente obvio de Quemar… es Con la muerte en los talones, y resulta bastante productivo centrarse en sus diferencias. En la de Hitchcock nos encontrábamos con un espacio vacío creado por la CIA para que el KGB picase, espacio que era “llenado” accidentalmente por Cary Grant, que una vez investido de las características estructurales del sujeto se las tenía que ver con todo tipo de calvarios (que es lo propio del sujeto, claro). En cualquier caso, ambas agencias estaban bastante interesadas en que este sujeto imaginario existiese. Aquí es al revés: también hay un agujero vacío, encarnado por unos documentos más o menos secretos, a cuyo alrededor se configuran identidades y deseos. Pero los organismos que encarnan la Ley (y por lo tanto capaces de nombrar, o sancionar como positivos los anhelos de los personajes), que aquí también son la CIA y lo que sea que haya en Rusia ahora, no quieren saber nada de esos deseos. Las secuencias más hilarantes de la película tienen lugar en la Embajada rusa y, sobre todo, en los despachos de la CIA, donde una especie de dios Padre atónito intenta quitarse de encima los problemas creados por esos cuarentones adolescentes con una amoralidad desternillante.

Una de las bazas obvias de la película son los actores, que se dedican a poner en solfa con indisimulado entusiasmo y lucidez sorprendente sus estereotipos mediáticos: así, Brad Pitt hace de Peter Pan descerebrado, obsesionado con la salud y con un punto andrógino, y Clooney hace de patético adicto al sexo, inmaduro coleccionista de citas por internet. Pero lo más brutal es lo de Malkovich (al que la prensa le ha colgado la etiqueta de cargante en las última década, después de adorarle en sus comienzos), que hace de espía completamente old-fashioned, petulante y mediocre a la vez, despreciado por todos (empezando por su mujer, que le engaña y le detesta) a la vez que se considera el centro del universo. Si Brad Pitt y George Clooney se lo han debido de pasar pipa riéndose de sus imágenes públicas, no parece que sea el caso de Malkovich, que debía de ser consciente de que estaba interpretando a un sosias de su figura tal como se le percibe (o sea, un actor que se toma muy en serio a sí mismo, y que el resto de la profesión -y de la humanidad- considera un pelmazo histriónico).

Pero no todos son unos cretinos en esta película: hay un personaje, desdoblado en dos, que es netamente triunfador: frío, calculador y emocionalmente despiadado. Me refiero a la(s) mujer(es) de Clooney/Malkovich, que son iguales, como ellas mismas se encargan de confesar en uno de los mejores gags de la película, cuando se describen la una a la otra con las mismas palabras (“una zorra fría y arrogante”, si mal no recuerdo). Son las únicas que se mantienen ajenas a la espiral de deseos que desencadenan los manuscritos secretos e irrisorios, porque, obviamente, son ajenas a cualquier deseo (y goce), lo que las hace, en cierta manera, invulnerables y seguras ganadoras.

Y ya está, que me ha salido muy larga la entrada, así que me ahorro el comentario que quería hacer sobre el interés de las figuras paternas en las pelis de los coen, aunque sólo sea porque son hermanos, y algo tendrán que decir de los padres.

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