A pesar de que estoy rodeado de gente que detesta Animalario (que la verdad es que tampoco tengo muy claro qué es), debo decir que Urtain me pareció estupenda, y que me lo pasé como los indios viendo el excelente montaje de la obra de Juan Cavestany, sobrio y espectacular a la vez: todo ocurre en un ring, y como atrezzo se nos ofrece sólo un par de banquetas, y un elenco de cinco o seis actores se bastan para hacer de polifacéticos gruppies, pero los efectos de luz y sonido hacen que parezca que estamos asistiendo (casi) a un musical de altos vuelos (un ejemplo, para que no parezca que hablo en el vacío: una de las escenas se ilumina con un sencillo pero efectivo efecto que simula el ruido de una televisión antigua. Pues bien, es así como yo recuerdo en mi lejana memoria las imágenes en blanco y negro de boxeo vistas en mi antediluviana tele, porque aunque mis compañeras de blog no lo crean, hubo una época en que la tele era así, en blanco y negro).
La obra comienza con el suicidio de Urtain, cuatro días antes de que comenzaran las Olimpiadas de Barcelona, y avanza retrocediendo en el tiempo, centrándose en los combates que dio alrededor del Campeonato de Europa. Urtain se presenta como un mito (en el sentido barthesiano del término) del franquismo incapaz de adaptarse a su retirada del ring. Olvidado en la transición (al contrario que otros compañeros de viaje citados, como Raphael, Pedro Carrasco o Rocío Jurado) se le ve arrastrando una inferioridad intelectual ahogada en alcohol y violencia. Vemos los tópicos del género "ascenso y caída de una estrella" en su versión pugilística mezclados con los estereotipos que fabricó el franquismo y la democracia en una mezcla a ratos arriesgada pero casi siempre airosa (ejemplo: la matanza de Atocha es narrada como un chiste de Eugenio, el efecto es demoledor). La obra se atreve con todo: tableaux vivants oníricos (la orgía), sencillos números musicales, diálogos intensos (antológico aquel en el que el médico de Franco y el mánager de Urtain gestionan a cara de perro una audiencia/foto de Urtain con Franco).
La encarnación que hace del boxeador vasco Roberto Álamo me parece maravillosa, con esa mezcla de violencia contenida, inocencia y desamparo que configuran una especie de cárcel para el personaje del que este no puede salir, y todos los actores que le rodean suman puntos a la brillantez del resultado, al que se le perdona algún exceso (como el efecto de ralentí que utiliza a ratos, algo forzado para mi gusto).
La sala estaba a rebosar, y se anuncia que las localidades están vendidas hasta el final de las representaciones. Y último apunte privado para mis compañeras, en la butaca de al lado estaba Patricia Ferreira (con la que no crucé palabra).
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