El viernes me acerqué al Bibliometro que hay en la estación de Legazpi para devolver el ejemplar de 2666 que cuatro semanas antes me había llevado del Bibliometro de Moncloa. Todavía no lo he terminado, pero Inma me había sacado otro ejemplar de la biblioteca pública de Villaverde, así que voy a poder terminarlo en este mes.
Mientras ojeaba el catálogo para ver si tenían Blade Runner (que pensaba podía ser una lectura interesante para Quique, que me había pedido un libro tras haberse leído en dos días La sombra del viento, y en otros dos La muerte lenta de Luciana B; y sí estaba, y en este caso ha tardado un día en leerlo, y me ha recordado la bulimia lectora que yo tenía a esa edad, cuando era capaz de leerme Rojo y negro de una sentada, por ejemplo, mientras que hoy es raro que esté una hora seguida leyendo) apareció una mujer que indicó que precisamente quería el libro que yo acababa de dejar. Tras aconsejarla que le dejasen el libro cuatro semanas (que es lo que me lo dejaran a mí), entablamos una pequeña conversación acerca de las bondades del libro, sobre las que mis conocimientos, obviamente, eran superiores a los suyos. Y así, elevado por una buena acción que tan poco me había costado, me fui con mi libro de Philip K. Dick a casa; y por el trayecto hasta me dio tiempo a ver que en la novela Deckard está casado, y que participa de todas las características paranoicas de nuestro hiperparanoico autor.
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