La retransmisión de la Misa desde Arroyomolinos de Montánchez, el pueblo natal de Agustín Fragoso (regidor durante más de 15 años de El Día del Señor, y a punto de jubilarse) me llevó dos días a tierras de Extremadura. Como el pueblo es bastante pequeño y no tiene hoteles, y en Montánchez el único alojamiento que cumplía con las sacrosantas normas del convenio en cuanto a categoría y estrellas estaba cerrado, nos tuvimos que ir al hotel de tres estrellas más cercano, que resultó ser un local en un polígono industrial en Miajadas. Resultó que la caerretera de Miajadas a Arroyomolinos está toda levantada, a la espera de ser asfaltada casi en su totalidad. Yo tenía la impresión de que Agustín era una celebridad allói, pero en realidad no va casi nunca, y sólo tiene primos como familiares cercanos.
La primera noche (que también habría de ser la última, porque en cuanto dimos carpetazo al reportraje salimos escopetados de allí) no pegué ojo, no sé por qué, ya que la cama era bastante cómoda, y eso me permitió hacer un cursillo acelerado de televisión nocturna: Muchachada Nui, La (2) Noticias (a quién se le habrá ocurrido lo de los paréntesis), 59 segundos, Noche Hache, Caiga quién caiga, programas que hacía meses que no veía (si es que había llegado a verlos alguna vez), consumidos en poco más de una hora.
Tenía el alojamiento acústica tan refinada que el menor soplido proferido en la otra punta llegaba con claridad meridiana a mis oídos. A altas horas de la noche una cama se puso a crujir como si estuvieran haciendo gimnasia encima, pero por más que aguzaba el oído ni el más mínimo sonido proferido por cuerpo humano, ya sea voluntaria o involuntariamente, llegaba hasta mí ¿Estarían follando dos sordomudos?¿estaría un atleta pobre ensayando números en el colchón como si fuese una cama elástica? No fui el único que oyó la dichosa cama, y coincidimos en que no debían de pasárselo muy bien los que ayuntaban tan silenciosamente.
Para comenzar el rodaje nos fuimos a Montánchez, donde las ruinas convenientemente restauradas de un castillo dominan, como es su obligación, varios panoramas que se extendían hasta muy lejos. Era una mañana preciosa, con un sol diáfano. Yo había llevado abrigo y jersey de cuello alto, por las noticias que llegan del frío extremeño en invierno, pero me pasé todo el día en camiseta. En el pueblo hicimos acopio de jamones y lomos, rodamos unos molinos de agua (también restaurados), una panorámica del pueblo, calles con escudos con blasones, fachadas e interiores de la iglesia y de la ermita, y un reportaje más. El párroco había sido misionero, y en la comida nos contó anécdotas de su paso por Camerún y el Amazonas (a pesar de que en los medios los curas sólo aparecen cuando sueltan soflamas más o menos reaccionarias o cuando son acusados de pederastia, la mayoría de ellos son gente agradable, bondadosa, y de conversación más que amena). Tras la vuelta al hotel infame por la infame carretera no hubo problemas para consensuar una huida veloz hacia las hospitalarias tierras de nuestro querida y contaminadísima urbe, y a las once estaba en casa, para sorpresa y alegría de Inma, alegría que fue objeto del habitual choteo por parte de mis hijos.
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