Como delante de mí había dos o tres personas pagando los libros adquiridos en La Casa del Libro, tuve tiempo suficiente de fijarme en la chica que atendía la caja. Al pronto me pareció bastante guapa, pero tenía un rictus que al pronto pensé era de cansancio o de disgusto o de resignación ante la impericia del maduro comprador que tenía en ese momento delante, y esperé a que esa mueca que le disfugaraba la cara desapareciese para apreciar esa belleza prometida. Con el siguiente cliente la cara le cambió. Era un joven que, según percibí cuando giró la cabeza atendiendo una llamada que venía de mi fuera de campo (que es casi todo el campo), era bastante atractivo. Pero la cara de la chica seguía sin regresar a su estado de reposo, si es que eso existe. Me pareció que sus rasgos estaban en perpetuo movimiento, girando alrededor de una forma nunca alcanzada, pero siempre prometida, lo que generaba una particular forma de anhelo erótico, el de vigilar su rostro para descubrir el momento en que se producía el milagro de la coincidencia entre la cara y la máscara.
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