Hoy he tenido que ir a recoger un permiso de aparcamiento a la cale Albarracín para la Misa que retransmitimos este fin de semana (era la segunda vez que iba esta semana). Había un joven sentado en la mesa (del lado de los peticionarios) hablando constantemente por el móvil, con la actitud de llevar bastante tiempo así. No había nadie en el lado de la mesa en el que debía estar sentado un funcionario. Al cabo de un largo rato ha llegado una mujer, han despachado algo y, al poco tiempo, el peticionario se ha levantado y ha dejado la silla al que estaba esperando, que no ha tardado mucho y me ha dejado el puesto a mí. Por la mañana había llamado y me habían confirmado que la petición estaba tramitada. Pero allí nos hemos dado cuenta de que la fecha estaba mal: habían cursado el permiso para el 3 y 4 de diciembre. Había que bajar al segundo piso y deshacer el entuerto con el técnico del informe, del que se hablaba con unos términos y un tono que en la Grecia Antigua debía de estar reservado al oráculo de Delfos. Como era obvio, el técnico firmante estaba de puente, o de cañas, o de lo que fuese, y era impensable que ninguna otra persona metiese mano en esa especie de incunable que debe de ser un informe técnico del ayuntamiento para permitir una reserva de espacio. Afortunadamente no terminaban ahí los problemas: la ínuca impresora de todo el edificio que podía imprimir los formularios del pago de tasas estaba estropeada, así que la funcionaria (que era bastante amable) los tenía que escribir a mano, con la consecuencia de que en el banco no los admitían por defectos de forma probablemente al alcance de la comprensión de una minoría elitista iniciada en los arcanos de los números bancarios. Tras casi dos horas metidos en el pasillo donde nos hemos ido apiñando los que llegábamos, me he ido con una autorización inútil y un cabreo considerable.
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