sábado, 10 de noviembre de 2007

Cena en Gastromaquia

Contaré la salida nocturna desde el presente hacia atrás, en plan narrativa posmoderna, y es que estoy sentado en la biblioteca del barrio porque al levantarme esta mañana tras haber dormido no más de cuatro horas (afortunadamente no me dolía la cabeza ni tenía resaca, cosa sorprendente después de lo que bebí) había tal peste a tabaco en el salón que he agarrado las ropas infectadas y me he ido a la calle a que se aireen, ellas y yo. El problema es que en la calle no se nota, pero al sentarme en el ordenador he tenido la impresión de que en kilómetros a la redonda apesto a nocturnidad y ausencia de ducha.
El caso es que creo me acosté a las tres, me dormí en el taxi, y el taxista, que afortunadamente tenía GPS, me despertó en mi calle, que no en mi portal. Me costó darme cuenta donde estaba. El taxi lo había cogido en la Gran Vía, no tuve que esperar nada, y eso que la últinma conversación con Alejo y Alicia (los dos contertulios que aguantaron hasta el final en la Taberna del Pan, donde recalamos para las obligadas copas) giró en torno a la dificultad de encontrar taxis en Madrid a esas horas, y la posibilidad de ir en búho a casa (yo hababa de oídas, porque en la noche de los tiempos se perdía la última vez que tuve que recurrir yo a un transporte nocturno). El caso es que, como suele ser habitual con Alejo, acabamos hablando de los males que acechan a nuestra civilización, inmersa en una imparable espiral de decadencia por culpa del desprecio hacia el espíritu de la doxa contemporánea.
Enla Taberna nos encontramos con Nando, lo que fue divertido porque por un momento se me pasó por la cabeza mandarle un sms para que viniese a la cena, momento que pasó con la misma velocidad con la que llegó. Mercedes todavía llegó a entrar en el oscuro antro, a pesar de que estaba cansada y tenía a Bernardo convaleciente en casa. No sé como la convencieron para que continuase el periplo nocturno, porque ni una copa se tomó. En un momento dado Ana Belén, su novio y Mercedes se marcharon, y me puse a hablar con Nando de Jesse James, Gijón, su futuro profesional y el rollo en el que le ha metido Arranz para que le hagan fijo, cuando probablemente es lo que menos desea en este mundo.
La cena estuvo bien, pero probablemente adoleció de un problema estructural. Como todo surgió a raíz de que fuese a ver a Oliva para darle el móvil, lo que posibilitaba quedar para tomar un vino con algún amigo, la idea era (por mi parte) tomar algo ligero y que cada cual partiese para lo que la noche le tuviese preparado (razón por la que quedé tan pronto, a las nueve). Pero nadie llegó a las nueve. Para cuando estuvimos los seis sentados (Mercedes sin Bernardo, Ana Belén con su chico, Alejo con Alicia, y yo) ya estaba claro que la noche iba a ser eso, la cena y las copas, pero pedimos un número exiguo de raciones (lo cual a mí me venía bien, pues regresaba de un rodaje en Extremadura donde lo pantagruélico había sido la norma) para conformar un ágape en condiciones. Por alguna razón que se me escapa, me pagaron la cena, cuando el pacto era que invitaba yo, pero la jugada se fraguó cuando estaba en el servicio, y tendrán que ser otros los que cuenten esa historia.
De los platos, el más curioso era algo que al parecer se conoce (supongo que paródicamente) como tortilla de patatas deconstruida, un puré de patatas servido en copa con yema en el fondo y cebolla caramelizada en la superficie. Se podría hacer un sesudo ensayo acerca del aire de los tiempos sólo a partir de semejante invento (al fin y al cabo, la tortilla de patatas es algo que alcanzó la perfección hace siglos, y que ha permanecido más o menos invariable desde entonces, con variaciones de corte familiar que se transmitían dentro de círculos privados, pero en torno a un núcleo duro inalterable), pero nos conformamos con sacar una foto que incluyera a Mercedes y a Alejo para mandársela a Susana, que estaría plácidamente entregada a su deporte favorito, que es estar lo más lejos posible del mayor número de prójimos.
Mercedes y Alejo tuvieron el detalle de regalarme libros suyos, y no comprados para la ocasión, cosa que siempre me ha parecido de muy buen gusto porque a mí me encantan que los libros hayan pasado por otras manos y que otros ojos hayan leído esas mismas líneas (recuerdo que, antaño, en la biblioteca del Instituto Alemás se apuntaba a mano el nombre de los lectores que cogían los libros, y yo seguía el iotinerario de las personas que cogían los mismos libros que yo, y alguna vez pensé en dejar alguna nota señalando que teníamos trayectorias lectoras parejas).
Y aquí termina el relato, porque se acaba el tiempo del ordenador y voy a cogerme un Conrad, escritor que conviene releerse cada cierto tiempo y que no suele decepcionar.

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