Lisandro Alonso es uno de los directores más peculiares e identificables de los que pululan por los festivales (es difícil imaginar una sala donde se estrenen sus películas). Liverpool tiene una parte de capital español, y se podría pensar que un poco más de dinero habría ablandado sus presupuestos estéticos. Pues no. Al igual que La libertad y en Los muertos (no he visto Fantasma) la película sigue el deambular de un individuo que resulta manifiestamente opaco para el espectador. Básiamente le vemos atravesar espacios, progresivamente deshabitados. Tiene una meta, pero desconocemos cual (aunque en un rasgo de educación por parte del director acabamos descubriendo qué se le ha perdido en el aisladísimo pueblo en el que acaba recalando). Alonso filma los lugares un poco antes de que llegue el prota, y mantiene la cámara un rato después de que la haya abandonado. En un curioso cambio dramático, al final del film deja que se pierda en el horizonte y la cámara se queda con la comunidad (que es la suya, la de su familia) que acaba de abandonar. Ninguna huella ha dejado su paso por la vida de sus padres y de su hija, sólo un regalo que, al final, descubrimos que es la ciudad del título, un legado simbólico irrisorio, sin ningún peso, que nada puede significar para esa niña que sostiene lo único que su padre le ha dejado.
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